A Sandra Rawline ( en la foto, con su abogado) la echaron de su trabajo por tener canas . Después de una carrera impecable y de ser premiada como «mejor empleada» en el 2004 y el 2005, la despidieron porque su imagen no coincidía con los nuevos canones de «modernización» de Capital Title, la empresa inmobiliaria en la que trabajaba.
Poco importó la experiencia de Sandra en el mercado inmobiliario. De nada valieron sus años de honrado servicio profesional, que la hizo conocida y apreciada entre los clientes.Cuando las oficinas de Capital Title se mudaron a un barrio más elegante de Houston, Texas, los directivos le pidieron a todos los empleados, pero especialmente a ella que cambiara su forma de vestir, usara más joyas y se tiñiera el pelo.Sandra tiene canas desde los 20 años y se negó a teñirlas.
Los directivos de la inmobiliaria dicen que la razón de su despido fue por motivos de «empatía», ya que uno de sus colaboradores se negaba a trabajar con ella; que «contratarían a una persona de 150 años si se lo mereciera». Sin embargo,la reemplazaron por una mujer más joven y no por otra con igual edad, grado de conocimiento y experiencia.
En Houston y en cualquier lugar donde casos como el de esta mujer se repiten, tienen un problema. ¿por qué el valor del conocimiento y experiencia de una mujer se vuelve indirectamente proporcional a los años que va cumpliendo?. Un hombre con experiencia se pone sabio, una mujer, se pone vieja. Que apreciación más injusta. Existen ejemplos a lo largo y ancho del mundo de mujeres que han mejorado sus vidas y las vidas de otros, dando muestras de energía y voluntad inagotables, a una edad donde la sociedad les dice que deben estar tejiendo calcetas.
He leído hasta el cansancio manuales de desarrollo empresarial donde se habla de la importancia del buen trato y la recompensa por el buen desempeño como una forma de crear valor agregado al producto y/o servicio. Tal parece que estos manuales están escritos pensando sólo en varones, porque Sandra Rawline obtuvo, como reconocimiento por todo su esfuerzo en añadir valor a su compañía, una carta de despido. Porque sus años no combinaban con la decoración de las nuevas oficinas.
Si el asunto era una cuestión de empatía, ¿No poseía la empresa un manual de manejo de conflictos en el ámbito laboral, un procedimiento de mediación, la alternativa de reasignar funciones? ¿Después de tantos años, no conocían lo suficiente a Sandra como para proponer una solución equitativa? Era más fácil atropellar la carrera profesional de una mujer, denigrándola por su edad y apariencia.
El abogado de Sandra dijo que «nadie debería sentirse humillado porque esté envejeciendo. Los clientes de una empresa inmobiliaria quieren trabajar con profesionales que conocen bien su trabajo y que no se preocupan por su tintura”. Y tiene razón, no sólo a un nivel jurídico. Nadie debería ser humillado ni perder parte de su dignidad a manos de las ideas que los otros tienen sobre nuestra manera de ser, lucir y pensar.
Aplaudo la decisión de la Señora Rawline de no teñirse las canas, ni cambiar su manera de vestir o cargarse de joyas para mantener su trabajo. Chapeau bas para su determinación de seguir siendo ella misma a los 52 años, y amarse lo suficiente para responder a los intentos de disciplinamiento y control externo sobre su cuerpo e imagen con una jugosa demanda por despido injustificado.
Sandra, al luchar por su derecho a ser valorada por su experiencia y ser aceptada como es, nos demuestra cuan alejada de la escala humana se encuentra la sociedad en que vivimos, en la cual la dignidad que nos corresponde por nacimiento, tenemos que reclamarla en tribunales; así como las formas sofisticadas que asume la violencia contra las mujeres, cuando se atenta contra nuestra integridad por razones «de mercado», razones que no existen en la práctica, porque la relación bastarda entre mujer+ belleza = muchas ventas, es aprendida y no proviene de los códigos naturales de convivencia humana.
Nosotras tenemos que hacernos cargos de estas percepciones fabricadas que restringen nuestras posibilidades, sin esperar que vengan otros a cambiarlas para nuestro beneficio. Cada una de nosotras tiene una responsabilidad sobre sus metas, sobre su proyecto de vida y la forma en que quiere vivirla. Seamos conscientes de nuestro valor único y nuestra dignidad inherente. Defendamos nuestra capacidad transformadora de todo tipo de poder, institucionalizado o fáctico, que desde cualquier púlpito, nos quiera convencer que son otros quienes deciden como somos aceptadas y hasta cuando llega nuestra «vida útil».
No somos refrigeradores ¡Somos personas!
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