Relato Imaginado de un Viaje a Marruecos

 

berber childrenb

Un Andén en Dar el-Baida*

Soplaba fuerte para mirar el vapor de mis pulmones salir por la boca y desaparecer en aquella mañana fría de Casablanca. Me frotaba las manos, esperando a mi padre frente a nuestra casa, la única que tenía una puerta amarilla, ya que todas las demás en Al-Habous eran azules o blancas. Luego sentí sus manos, ásperas por su trabajo en la fábrica, pero tiernas en el trato, tomar una de las mías y con la otra cargar mi pequeña maleta roja , llena de muñecas y un poco de ropa.

Era muy temprano y el día no quería despertarse. Recuerdo el aroma a almizcle y sal mezclándose en el aire, al pasar por la mezquita Dar Al Makhzen; los trabajadores portuarios caminando junto a nosotros en grupo, con las manos en los bolsillos para soportar la helada. Al cruzar Bab al-Malaika miré a mi padre; sus labios musitaban la plegaria del viajero:

“Bismillahi tauakkaltu ‘ala Allahi ua la haula ua la quuata illa billah”

(En el nombre de Dios, me encomiendo en Dios, no hay fuerza ni poder salvo en Dios)

“El mundo es ancho y ajeno” había escuchado decir a Insaf, la Rifeña que arreglaba mis vestidos rotos, un sábado por la tarde. Sentí miedo al pensar cuán grande y desconocida para mí era la vida afuera. Añoré, por un momento, la seguridad de mi barrio; me pegué al cuerpo de Abi (papá), buscando rastros de la firmeza de sus muros y la certeza de sus límites.

Sólo una vez antes había salido: Para seguir el cortejo en el funeral de mi madre. El camino se me hizo largo y me dolían el corazón y los pies. La enterraron en el Cementerio Cristiano. No vi a mi padre llorar, al menos, no delante de mí. Las vecinas sí lloraron mucho. La última vez que visitamos su tumba, la cruz con su nombre tallado estaba rota en muchos pedazos, sobre la lápida.

Al entrar en la estación, mis ojos se nublaron de la emoción. Era mi primer viaje lejos de casa. Un andén largo y estrecho, interminable hasta donde mis ojos podían ver, nos recibió solitario aquel día en que el frío de la mañana anunciaba una lluvia próxima. Estaba vacío, sólo mi padre y yo. Su diseño recordaba una Kasbah. Era de galería cubierta, sostenida por vigas, anclada al suelo por macizos bloques cuadrados color arena, en los cuales se había escrito a cincel la aleya primera del Surat del tiempo:

«¡Por el tiempo! Que es cierto que el hombre está en pérdida».

El cielo se rasgó con un alarido estruendoso y la lluvia comenzó a caer en grandes gotas. Un tren de largo brillo plateado y veinte vagones apareció lentamente por la derecha. De pronto vi, en el otro extremo del andén, a una mujer de largo cabello castaño, vestida de noche, caminando hacia nosotros. No podía ver sus rasgos pero, por alguna razón, el óvalo de su rostro me era familiar. A pesar de la distancia, me di cuenta que me miraba.

Subimos. Admiré sin aliento el tapiz rojo de los asientos dobles, las ventanas en forma de ojiva con marco dorado, el estrecho pasillo de madera pulida donde se reflejaban nuestras siluetas. Nuestros pasos producían el mismo sonido del tambor Mazhar que los músicos de Hay Tissir tocaban en la fiesta de aniversario del nacimiento del Profeta.

Me senté junto a la ventana, descargando con un suspiro, todo el peso de mi agitación. El tren partió. La lluvia y la vida comenzaron a pasar frente a mí, deformándose. Cerré los ojos y  me dormí con la vibración de la máquina sobre los rieles.

(*Dar el-Baida es el nombre de la ciudad de Casablanca en Marruecos, en dicho idioma)

 

Atardecer del Viernes

Mi último día en Essaouira lo pasé con Badr conversando en nuestro café favorito, al lado de la mezquita Ben Youssef, frente al Jardín Afifi. El lugar era un panal de gente que entraba y salía, la mayoría turistas, que no llegaban atraídos por el aroma del café, sino por el hachís que se vendía a vista y paciencia de la policía, apostada a 150 metros, pagados ambos-  la pasta y los oficiales- a muy buen precio para conveniencia del propietario y aumento de la clientela.

Fuimos a la medina, a comer pescado con ensaladas y aceitunas. Luego cruzamos la plaza Bab Marrakech; tomamos la Rue Chbanate hacia la playa para ir a ver la luz del sol caer sobre el mar .Nos quedamos un buen rato en silencio, compartiendo el susurro de las olas, hasta que el Adhan para la oración del Magreb nos sacó del rincón de paz interior, donde cada uno había ido a descansar por su cuenta. Caminamos sin prisa hasta el Boulevard  Ghazouat a través de los dos cementerios. Al pasar por el edificio de la prisión, dejé que mi mano acariciara sus paredes de cal, mientras le decía a Badr:

“Si Dios hizo al hombre libre para cumplir su destino, ¿el destino se queda esperando cuando una persona esta presa o su vida sigue ocurriendo en otra parte mientras la persona toma un camino equivocado?”. Badr me miró y me dijo:“El destino del ser humano si Dios no lo ha escrito, al menos lo ha pensado”. Me reí. Mientras esquivábamos a una mujer con su prole, le dije tomando su mano: “Lo único que sabemos del destino es el momento presente”.

Al despedirse en el terminal de buses, abrió su mochila y me dio un paquete envuelto en papel de seda y un papel doblado en cuatro y sellado: “Para que recuerdes nuestra amistad habibati.” Me fijé que estaba sonrojado y con los ojos húmedos.

Badr y yo nos miramos a través de la ventana. El ritmo de mi corazón recogía la tristeza de su mirada almendrada y al mismo tiempo, se abría a la esperanza del próximo encuentro. El bus salió. Abrí suavemente el paquete para no dañar el fino papel de seda. Me quedé sin aliento al ver correctamente doblado un hermoso Caftán de tela azul zafiro. Lo extendí, incrédula, sobre el asiento contiguo. Tenía mangas amplias en forma de campana, y estaba bordado totalmente a mano en la parte delantera. Su fino trabajo artesanal de cuentas, perlas e hilo plateado representaba un grupo de libélulas que emprendía el vuelo desde el contorno del vestido hacia un paraíso de rosas a la altura del pecho, que se derramaban voluptuosas en el hombro izquierdo.

Abrí la carta y leí: “Mi  habibati, tengo algo malo en mi corazón con tu partida. Quiero verte muy feliz. No llores. Cada uno de nosotros tiene reservado por el destino un pedazo de felicidad. Busca la tuya y aférrate a ella.”

Me abracé llorando al vestido, tratando de retener los recuerdos. Entre lágrimas, vi que la noche había caído rotunda, como una amante vencida y golosa, sobre las murallas de la medina.

 

El Sí de Las Niñas

Rkiya me esperaba en Tinherir para unirme a las celebraciones de su boda con Idir, en Tamtatouche. Tomamos un taxi khabir a Todhra, a un costado del snack “Rendez Vous La Jeunesse”. El camino ondulaba por la orilla de la montaña, seguido de cerca por un tupido valle de palmeras. Para llegar al pueblo había que pasar las gargantas, un estrecho pasadizo donde dos enormes y solemnes bloques de piedra se juntaban, dejando espacio para el paso de un solo vehículo y el río que corre a sus pies. El día de mi llegada, la casa estaba llena de mujeres que lucían vestidos de tela satinada de colores intensos, deslumbrantes de pies a cabeza, por obra y gracias de las joyas de plata con diseños Tamazigh.

Las sobrinas de Rkiya eran gemelas y no por casualidad se llamaban Tizizwit (la abeja) y Turawet (la miel). Llevaban sendos collares hechos de “tesoros” que los turistas dejaban a su paso: Llaves de bronce, cuentas que imitaban el cristal, piedrecitas de rio, centavos de dólar, bolígrafos partidos, miniaturas de plástico, tapas de soda amarillas, naranjas y verdes. Estaban encargadas de preparar, en perfecto equilibrio, la mezcla de Henna y agua de rosas del valle del Draa, con la cual la abuela Meryem prepararía a Rkiya para su boda.

La abuela tenía la barbilla y la frente tatuada con círculos y cruces en tinta negra. Había criado a todas las mujeres de su clan, había arreglado sus bodas y finalmente, las había entregado castas y sumisas a la familia de sus maridos. A cada una le había pintado las manos, los pies y el cuello con flores de olivo y colibrís, diseño tradicional de su estirpe. Esperaba que Dios le diera aún un par de años más, para casar a las gemelas, “Insha’allah* el mismo día y con dos hermanos”, y así ahorrar en tiempo y gastos de la fiesta. Escondió en el cabello de Rkiya un dátil maduro, que el novio, una vez en la intimidad, tendría que buscar, “para romper el hielo” dijo, mientras me dedicaba una sonrisa pícara sin dientes.

Rkiya, con la mirada perdida frente al espejo, no se percató que una araña negra y minúscula se coló por debajo de su velo hacia el interior de su cabello. Por efecto de la luz, parecía que sus ojos oscuros iban a desbordarse de agua. Cuando Tizizwit y Turawet se le acercaron sonrientes para rematar su atuendo con un vistoso collar de ámbar y coral adornado con talismanes de plata para la buena suerte en el amor, de su boca parecía descolgarse el más cándido desencanto.

(*Si Dios así lo quiere)

 

El Pueblo de Fátima

Sidi Hassan Oubanna, propietario irrestricto del “Auberge El Oasis Oubanna” estaba esperándome impecable de túnica y turbante, con un cartel con mi nombre fuera del café “Au Paradis”, donde se juntan todos los bereberes de Merzouga a conversar el día de mercado en Rissani. Luego de una corta presentación tomamos una Van bastante a mal traer que nos llevaría a destino. Era el único transporte público que corría a Hassi Labied. Luego de media hora de camino a través de Kasbahs, palmeras y olivares, aparecieron ante mí las dunas del Sahara, mostrando sus mejores tonos dorados en señal de bienvenida.

No era una buena temporada para el turismo, después de la gran inundación de mayo que se llevó la siembra del oasis y dejó las casas con un metro de agua. Era única huésped, así que me dieron la mejor habitación, en el piso superior, con salida a la terraza. Un dormitorio de sultana, con cama doble oculta entre tules rojos, espejos en forma de ojiva con marco dorado y kilims estilo Zamour en el suelo.

Me dormí con la ventana abierta de par en par, escuchando el sonido del viento acariciando las palmeras, como a un viejo amor, que al pasar de los años, se vuelve una amistad confidente y recibe los secretos traídos de otras tierras, de otros desiertos, que los seres humanos solitarios en la procesión de la vida, lanzan al aire a fin de alivianar la carga de su alma.

Desperté con el Adhan para la oración del Fajr. Salí a la terraza para ver el Ksar Hassi Labied comenzar a escribir esa página en blanco que es cada nuevo día. El sol aparecía tímido pero decidido detrás de la gran duna y dejaba ver sus rayos trémulos a través de los arcos de la mezquita; un gato gris caminaba por los techos de las viviendas; a mi derecha, una mujer de túnica marrón y velo violeta salió al patio de su casa para dar de comer a los camellos; dos palomas revoloteaban sin curso, de aquí para allá; las dunas se revelaban dóciles, mimadas por el sol de la mañana, mientras una mujer y una niña sacaban agua del pozo. A lo lejos, tres hombres con turbantes blancos y azules, construían con adobe: uno ponía la mezcla en una canasta, otro recogía la canasta y se la daba a un tercero que volcaba la mezcla sobre la estructura de una pared; dos niños en bicicleta daban vueltas en un espacio abierto; de pronto, saltaron de las bicicletas y corrieron asustados al paso veloz de 3 motos de competición.

Ese día conocí a “Las tres Fátimas”: madre, hija y nieta. Todas vivían en la misma casa. El parecido entre ellas era incómodo. Daba la impresión de estar viendo a la misma persona desdoblada en distintas etapas de su vida, como si pasado, presente y futuro hubiesen decidido corporizarse en un mismo momento y lugar, para terminar juntos su viaje en este mundo.

Fátima Madre se había casado a los 16 años con su esposo Sharif y a los 18 había tenido a Fátima Hija, quien a los 14, dejó de ir a la escuela y se quedó en casa junto a su mamá para aprender las labores del hogar tradicionales, como separar la sémola para el Cous-cous, alimentar los camellos y cultivar el huerto del oasis. A la misma edad que su madre, se casó con su primo Said, que fue a vivir con ellas. Al año siguiente nació Fátima Nieta, que después de 15 años repitió la historia y se casó con Samir, un chico de Merzouga.

Les costaba pronunciar mi nombre, así que me pusieron Howa, que quiere decir Eva, como la primera mujer, porque – al decir de Fátima abuela- yo era «la primera mujer extraña que visitaba su casa».

Estrellas en el Desierto

Por la tarde, mi camello estaba listo para un recorrido dentro de las dunas, admirar la puesta de sol y dormir “a la belle etoile”. Rashid Oubanna, heredero único de Sidi Hassan y oficiando como mi protector designado “de manera completamente voluntaria” según su padre, me acompañó en su propio dromedario. Nos internamos en el desierto, guiados sabiamente por Ibrahim, el camellero. A medida que nos sumergíamos en las profundidades morenas del Sahara, veía desaparecer el pueblo a mi espalda, como si las arenas móviles avanzaran sobre él, devorándolo con paciencia.

Luego de dos horas de camino, nos detuvimos para admirar la puesta de sol. Al bajar del camello me vi rodeada sin salida por la inmensidad, que se extendía a mí alrededor en un sinuoso manto de tonos ocre. En silencio, vimos al sol besar la duna más alta del horizonte y luego extender su luz sobre todas las demás, como un admirador generoso que halaga con diamantes a la bailarina más bella y le pide que, en su nombre, comparta su regalo con todas las mujeres del harén.

Aquí estaba, ante mis ojos, una prueba de la existencia del Creador: tanta belleza y serenidad no podían ser producto del caos o el azar. Había un orden en este momento sublime, un mandato que era a la vez un homenaje y un recuerdo a nuestra trascendencia. Me quedé ensimismada y agradecida mirando el ocaso. Sentí mi corazón acelerarse, segura de que estaba viviendo un momento irrepetible de comunión universal. Sonreí de cara al sol, como si fuera mi propia alma la que se derramaba sobre la arena. Experimenté, por un momento, el significado insondable de la palabra libertad. Tomamos los animales y bajamos al campamento mientras la luz del atardecer se despedía de nosotros con su último baño de calor.

Después de cenar, los músicos del campamento comenzaron a tocar los tambores y contar historias. Un bereber llamado Mubarak relató lo siguente :

“Una vez había dos familias que vivían en distintos pueblos. Un día, se encontraron los padres en una caravana que iba a Tombuctú. Uno dijo: tengo una hija única. El otro respondió: Tengo un hijo único. Decidieron casarlos, cuando pasaran 3 lunas completas. Acordaron una dote de 5 ovejas y un camello cada uno, para que la nueva pareja tuviera un poco de riqueza para sobrevivir.

Cuando llegó el día de la boda, la familia completa del novio se subió a una camioneta con rampla que el padre había alquilado y se fueron todos vestidos de fiesta al pueblo de la novia.

Luego de celebrar el banquete, llegó el momento de llevar al novio con su futura esposa, que lo esperaba en una casa ya preparada, para que se conocieran y consumaran el matrimonio. El novio encontró a la chica en medio de la sala, sentada y con la cara tapada por un velo negro del cual colgaban adornos de plata y turquesa. Cuando levantó el velo de su novia, ella le sonrió y ¡Él comprobó con mucho terror que no tenía dientes! Salió corriendo de la casa ante la sorpresa de sus amigos e invitados y se fue a esconder a las dunas.

La novia lloraba, ante la posibilidad de quedarse sin marido sin siquiera haber probado lo que significa estar casada. Después de que sus amigos y primos lo buscaron durante toda la noche sin resultado, el padre de la novia se acercó al padre del novio y le dijo con voz de amenaza: “Tu familia no puede caer en la deshonra de esta manera. Nos hemos dado nuestra palabra.” El padre del novio con la cara toda roja y viendo que ya no era posible recuperar su camello ni sus ovejas, encontró una solución pacífica: ¡Casó al hermano menor del novio con la novia! ¡Pobre chico! Pagó las consecuencias de la fuga de su hermano y ahora ¡se lo pasa en las caravanas para no mirar la cara de su esposa sin dientes!”

Era una noche de fiesta en medio de la nada, para usar un caftán zafiro y sentir las caricias de la arena en los pies descalzos; la noche, una celebración de la vida en torno a una fogata. Entre sus risas, me alejé caminando en silencio. El brillo del cielo se reflejaba en el color de mi vestido; los destellos del bordado reproducían el guiño del firmamento. La arena mansa, cedía a mis pasos. Subí a la duna más alta para mirar al cielo estrellado, tan cercano y diáfano que las estrellas se podían recoger con las manos. Me recosté sobre la arena. Sentí el abrazo de la oscuridad y el resplandor bruñido de su ternura prolongarse en mi vestido. Vi un grupo de libélulas volar en medio de la noche y me dormí al cuidado de la bella estrella.

 

Un Laberinto, El Destino

Llegué a Goulmima, un jueves, día de mercado. La avenida principal estaba llena de gente que se amontonaba delante de los puestos de telas y especias a regatear precios. Burritos guiados por sus dueños y cargados de sandías y calabazas iban y venían soportando la carga de los sacos y de las mujeres, todas vestidas de negro, con la cara cubierta por el velo que sólo dejaba ver los ojos. El fuerte olor a musk de los puestos de perfumes se sentía en todas partes, lo que sumado al calor, formaba una nube de aromático vértigo que me tenía al borde del desmayo.

Eran las 3 de la tarde. En busca de un poco de tranquilidad y sombra, me senté bajo un árbol de la plaza y cerré los ojos por un momento, buscando la armonía perdida. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando los abrí, vi a un niño de no más de 5 años, con una Djellaba* a rayas, mirándome fijamente. Me preguntó mi nombre y se lo dije, no sin antes averiguar el suyo. “Sifau, significa rayo de luz”, me contestó. Al comprobar que yo estaba en mi cabales, se ofreció a enseñarme El Laberinto, como llaman popularmente a la Kasbah Ait Goulmima, una de las pocas en la región en la  que aún habitan personas.

Acepté, así que tomados de la mano nos dirigimos allí. Entramos por una puerta pequeña, que no era la principal y comenzó a guiarme por sus estrechos pasadizos, a la izquierda, a la derecha, de frente y nuevamente a la izquierda. Me di cuenta que los habitantes de la Kasbah se asomaban curiosos por las ventanas enrejadas pero se escondían cuando yo trataba de hacer contacto visual. Cada esquina tenía una sorpresa. Al girar a la derecha vi pasar una mujer cargando su bebé a la espalda  y en la próxima callecita, casi choqué de frente con un burro atado masticando pienso. No veía hombres, sólo niños y mujeres. Imaginé que los padres, hermanos y maridos estarían en el mercado comprando y vendiendo.

El niño parecía divertirse, en este recorrido en el cual era el único que sabía el itinerario. Yo trataba de retener el camino en mi mente, pero era imposible, ya que en cada pasaje no faltaba la mujer o el niño que nos detenía para preguntar: ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿A Dónde vas? Sifau contestaba en su propio idioma, dejándome a mí fuera de la conversación. Daba lo mismo que me llamara Soraya o Julieta. Las respuestas a las 3 preguntas imprescindibles de ese día en Goulmima, no las tenía yo.

Luego de un rato, Sifau se paró en seco : “Ahora sigues tú sola”. Corrió sin dar explicaciones ni decir adiós, ni menos, darme tiempo para seguirlo. Me quedé ahí, indignada por haber sido tan crédula y por mi falta de rapidez en agarrar a ese crío travieso del gorro de su túnica para obligarlo a que me sacara de ahí.

Sentí miedo, esperando que me robaran, imaginando todo tipo de atracos y vejaciones de las que podía ser víctima. Pensé que si trataba de salir por mi cuenta, podría confundirme aún más, ya que no sabía cuán grande era el laberinto. Me puse a esperar que pasara alguien que me orientase para salir. Luego de un rato, vi salir la primera estrella y decidí que era momento de encontrar la salida yo sola o perderme para siempre en el intento.

Comencé a caminar sin rumbo en línea recta y de izquierda a derecha, lamentando no tener el ingenio de Hansel y Gretel que dejaron caer piedritas que les permitieron salir del bosque. Con la noche en ciernes, cada pasaje me parecía más angosto y oscuro. En el laberinto de Goulmima no había luz eléctrica y todo el mundo pareció de pronto desaparecer bajo las mantas del más profundo sueño. Sólo me acompañaban el silencio y la penumbra. Me acerqué a los muros para no caerme. Puse una de mis manos en la muralla y no me despegué de su contacto.

Según mi percepción, daba vueltas en círculo, totalmente perdida, pero me consolé pensando que la vida es así, un viaje que siempre se hace en medio de una noche sin luz. Al igual que yo en ese laberinto, en la vida sólo vemos medio metro más adelante; es la convicción de que hay una luz al final del camino, lo que nos mantiene sobre la marcha. Nos aferramos a los recuerdos, a los afectos, a nuestras ilusiones, para seguir avanzando, como yo a los muros mientras caminaba.

Un rugido brutal anunció a las cien mil palmeras de Goulmima que  la lluvia se precipitaba sobre la noche. El agua caía en gotas grandes y frías. En pocos segundos ya estaba empapada. Aceleré el paso buscando donde protegerme. Encontré una galería, parecida a un túnel, en la cual la oscuridad estaba matizada por la luz de la luna, que se colaba junto con el agua entre las vigas de palmera que la sostenían. Al final del pasadizo vi una luz clara. Con el corazón en la boca caminé por el pasaje en un intento por alcanzar la salida, sintiendo el agua caer sobre mi cabeza y el frío en mis pies. La luz de una mañana fría y lluviosa me dio de lleno en la cara descubriendo ante mí lo imposible: un andén, una estación de trenes, una niña con una maleta roja.

(*Atuendo típico marroquí consistente en una túnica de mangas largas y capucha)