Râbi’a al‐Adawiyya : Precursora de la Espiritualidad Musulmana

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«En el amor, nada existe entre el corazón y el corazón» . Rabia de Basora.

Rabía de Basora o Râbi’a al‐Adawiyya (714‐801 d.C.) vivió  en  el siglo  VIII  d.C.  (siglo  II  de  la  Hégira,  el calendario islámico) y fue una de las grandes santas del  Islam  y  figura indiscutible  de  la espiritualidad musulmana. Respetada y venerada como maestra, la tradición sufí  encuentra  en su  enseñanza  parte  al menos  de  sus  orígenes,  y  a  ella  es  necesario remontarse para hallar el inicio de esa senda, la del puro amor, que muy pronto será una de las señas de identidad del sufismo.

La historia de Rabía, teñida de leyendas, está recogida en algunos textos desde el siglo X. Farîduddîn Attâr habló extensamente de ella en Memorias de los Amigos de Dios. La santa nació en Basora, ciudad iraquí, hacia el 95/714 o 99/717. Su familia era tan pobre que en la casa donde vino al mundo no había ni una gota de mantequilla con la que untar su ombligo, ni una lámpara para alumbrarla, ni un pedazo de tela con el que envolver su cuerpo. Quedó huérfana muy pequeña, fue vendida como esclava a un hombre, y cuando éste se asomó una noche a la habitación de la joven y comprobó que ella rezaba sin descanso y emitía una extraña y purísima luz, puso su destino en sus manos: puedes marcharte si quieres, le dijo; eres libre.

Liberada, se fue por el desierto donde vivió un largo tiempo vagando y más tarde regresó a Basora, donde hizo una pequeña y humilde cabaña para entregarse a la vida de oración. Sumida en una constante vida de contemplación y pobreza, alcanzó cotas místicas de unión con Dios.

El corazón de Rabía no tenía espacio para nada más: La belleza de la creación le parecía insuficiente, la posibilidad del matrimonio incompatible con su vocación, la promesa del Paraíso un velo, el temor al Infierno otro, ella no tenía tiempo ni para rechazar a Satán ni para atender al Profeta; emprendió su peregrinación a La Meca y cuando la Kaaba salió a recibirla también se lamentó de no poder ir más allá de la Morada para alcanzar al Morador.

La ilaha ilallah. No hay más realidad que Dios. Radical e imposible fue su postura. Salirse de sí para sumergirse en Dios, ese océano. Su piel desvanecida en átomos que nadan por el mar, hecha una con el Uno, vertida por fin en la Divinidad, sus lágrimas borrando los límites de su cuerpo y su corazón convertido en espejo del espejo. Los peces multiplicándose en su corazón.

Al cabo del tiempo Rabía regresó a Basora, ciudad floreciente en la confluencia del Tigris y el Eúfrates, Venecia del Próximo Oriente, lugar de paso para el tráfico fluvial, las caravanas y los peregrinos, punto de partida de los viajes de Simbad. Como posesiones, sólo una estera de juncos, un cántaro para sus abluciones, un odre y un manto que le servía a un tiempo de lecho y de alfombra de oración.

Alrededor de ella se formó un grupo de discípulos y numerosas personas iban a pedirle consejo y aprender. A veces hacía gestos que provocaban que la gente se interrogara, como aquella vez cuando recorría corriendo las calles de Basora con un cubo de agua en una mano y una antorcha en la otra. La gente comenzó a seguirle de un lado para otro y cuando al fin la masa pudo preguntarle, les dijo: «Busco  corriendo  el Infierno  para  apagar sus llamas  y  el  Paraíso  para quemar  sus  jardines porque  así  quedará sólo La Divinidad y le amaréis tan sólo por si misma».

Rabía pasaba las noches en vela rezando sin descanso. Envuelta en su manto, separada ya del mundo por el silencio, creía por fin quedarse a solas con Allah. Para que pudiera romperse por fin la distancia, Rabía lloraba. Sus lágrimas eran la cifra de su sed. No admitía dones, asumía con alegría las enfermedades que le venían, renunció al matrimonio una y otra vez. Persiguió la intimidad con Dios. Quiso ser Una con la Divinidad y una por la Divinidad. Su amor no era de este mundo y sin embargo, su vida fue un testimonio para las creaturas de esta tierra. Un testimonio de amor y entrega total a su propio anhelo, de una soledad elegida, de la autonomía como fuente de inspiración para la vida.

Fue maestra, consejera, participó en las veladas de recuerdo de los Nombres Divinos que se celebraban en Basora, y cuando acudía a la asamblea en la que su discípulo Hassan pronunciaba habitualmente sus sermones, éste prefería callar. Era la escucha de Rabía lo único que le interesaba.

Era  una  mujer independiente, inteligente,  atractiva, directa,  radical,  crítica, irónica  y  de  una gran libertad interior y exterior, que desafió la tradición vigente sobre la mujer en su época y abrió en el Islam una vía de honda espiritualidad. Pese a su fama de santidad, hubo quien no asumió la presencia de una mujer así, difundiendo el rumor de que había sido prostituta.

La anhelada muerte, para ella puente entre la amante y lo amado, puerta para la fusión, ese zambullido, le llegó hacia el año 185/801, con más de ochenta primaveras. Murió en Basora y fue enterrada a las afueras de la ciudad.